En términos de convocatoria, pareciera que cualquier meta que se
proponga Lisandro Aristimuño le queda chica. En 2012 agotó su primer Gran Rex
en la presentación en Mundo anfibio.
En mayo de este año lo hizo otra vez, cuando comenzaba su gira 2013. Ahora tuvo
que agregar una nueva función a la que tenía prevista para diciembre.
Sin duda que la base de esos llenos es, en primer lugar, su talento. Hace
tiempo que dejó de ser (¿apenas?) un chico sensible y melancólico que cavilaba
por la infancia, por el Sur, por el viento o por la fiebre. Sin perder ese
estremecimiento como de ser nuevo en este mundo, sus obras son cada vez más
inteligentes y más complejas. Lo que era insinuante sorpresa en Azules turquesas (2004) es pasmosa
realidad en su último disco.
Muchos de los que maduraron artísticamente en la era digital, como
Aristimuño, se hicieron a sí mismos a la vez como compositores, intérpretes y
productores. Pero pocos alcanzaron un vuelo semejante en la consola, capaz de
convertir –vía texturas, exploraciones tímbricas, sorpresitas de variado
calibre—bellas canciones en verdaderas preciosuras sonoras. Escuchen, si no,
“Anfibio”, “Elefantes”, “Aurora boreal”, “Igual que ayer” o lo que quieran de
su última obra.
Pero hay otro aspecto que justifica los teatros agotados: en vivo, el
cantautor muestra un vigor que toma por asalto al desprevenido. Es carismático
y simpático como frontman, preciso y
contundente como líder de banda. Ahí hay rock, piensa uno, elegante rock.